Más
tarde.
Pues bien, la noche
llegó. Y pienso que debo anotar que eso del deterioro va en aumento; cerca de
las cinco salí a dar una vuelta. Mi caminata se extendió hasta la Universidad
al frente de la Plaza Perú. No sé qué me llevó hasta allí. Entré a un almacén y
compré cigarrillos. Regresé por la Diagonal. Iba a decir “bajo los blancos
abedules”, pero no es cierto. Hace algunos años que ya no están, en su lugar,
hay ahora unos pequeños árboles, aún sin hojas, delgaduchos y que se suceden a
lo largo de la avenida. El cielo se iba ensombreciendo y se percibía el aire
húmedo, impregnado de olor a mar. Un pareja de universitarios pasó a mi lado.
Iban de la mano, con sus libros, un poco apresurados. Adelanté el paso para ir
más cerca. Eran muy jóvenes. Parecía recién salidos del liceo. Él comenzaba a
dejarse crecer la barba; ella lucía una cabellera rubia y suelta y de todos sus
gestos emanaba una cálida e íntima libertad. Se veía hermosa con sus jeans y su
parka azul y ancha. Anduve un par de cuadras casi pegado a ellos. No hablaban
mucho, la mayor parte del tiempo sólo se miraban y sonreían; a veces, ella
apoyaba la cabeza sobre su hombro y yo sentía como se dejaba querer. Pero, ¿qué
era lo que yo pretendía? No lo sabía, pero me dejaba arrastrar como
hipnotizado. En algún momento, ella se detuvo y vi que se ruborizó ligeramente.
Tuve que aminorar el paso. Entonces él la miró y, con una delicadeza casi
infantil, le pasó una mano por el pelo. Ella volvió a sonreír, su rostro se
iluminó y continuaron alegres, siempre juntos, de la mano. De pronto me detuve;
me sentía mal, intruso por lo que hacía. Pero, pensé, ¿qué demonios estoy
haciendo? Estaba en calle Tucapel. Ensimismado, los vi cruzar la calle y correr
hasta perderse entre la gente que había en el paradero de buses de los Tribunales.
Subí a mi cuarto, raspé
lo último que había en el tarro y
preparé café. Luego, me senté en la cama y encendí un cigarrillo. Más tarde
miré largo rato por la ventana, sintiendo cómo la claridad ya tenue se
deslizaba desmoronándose con opresiva calma. Entre las siete y media y las ocho
el ruido del tránsito en la calle aumentó. Escuché pasos y carreras en la
escalera y algunos portazos. Después el silencio comenzó a crecer y con
poderosa lentitud avanzó hacia la noche. Me tendí en la cama y como tenía frío
me abrigué con la frazada. La oscuridad era completa, fumaba despacio, con los
ojos abiertos, esperando el sueño, el deseo de dormir.
Tendido sobre la cama,
sin darme cuenta me dormí. De repente sobresaltado desperté y miré la hora:
eran las diez y cuarenta y cinco de la noche. Claudia llegaba a las once.
Apresurado y echando maldiciones salí del cuarto. Bajé corriendo la escalera.
Sabía que si Claudia no me encontraba en la estación era capaz de tomar el
primer bus y regresar a Santiago. Creerá, pensé, que a propósito no he venido a
buscarla. Toda la larga espera había sido inútil. Qué torpe, qué estúpido había
sido. ¿Cómo me pudo ocurrir semejante cosa? Una intensa lluvia caía a esa hora.
El agua chapoteaba bajo mis pies. ¿Qué fuerzas oscuras había dentro de mí que
echaba por la borda todos mis propósitos? Corrí por las calles, atravesé la
línea del tren y llegué a Lorenzo Arenas, con el corazón agitado, resoplando y
con la lluvia cayéndome por la cara. No sé cómo llegué a Prat y desde allí
continué corriendo. Cuando entré en la plazoleta de la estación el tren había
llegado. Ya algunos pasajeros habían salido. Un oficial y dos militares más,
con uniformes de campaña y metralletas, estaban junto a la entrada. El oficial
con ojos saltones, vigilaba la gente que pasaba. Instintivamente dejé de
correr, me alisé con la mano el pelo mojado y la barba. Estaba estilando. ¿Qué
aspecto tengo?, pensé. ¿Y si piensan que soy comunista o del Mir? Palpé
apresurado en mis bolsillos y constaté que andaba sin documentos. ¿Cómo
convencerlos de lo contrario? ¿Qué hago, y si me detienen? En eso, aprovechando
que la gente en un instante se aglomera junto a la entrada, pasé rápidamente.
Volví a correr. Atravesé el andén buscando a Claudia, apenas respirando, casi
ahogado por la larga carrera. Algunos pasajeros que subían por la escalera del
subterráneo, me miraron con caras inexpresivas, en otros, observé ligeras
sonrisas burlonas. Pero a mí todo eso me tenía sin cuidado y, desesperando de
no encontrarla, me abalancé por la bajada del túnel y comencé a gritos a
llamarla. Estaba como fuera de mí. Al gritar, desperté, alzándome en la cama.
Estaba agitado, con los ojos inútilmente abiertos en la oscuridad. Me parecía aún
percibir entre las sombras, las mismas sonrisas burlones que había visto antes
con tanta nitidez. Me levanté y encendí la luz. Una fuerte lluvia azotaba los
vidrios de la ventana. Miré la hora: eran las diez cuarenta y cinco de la
noche. ¿Había sido todo un sueño? ¿Estaba seguro? ¿Acaso todo lo que vendría en
los próximos días no sería repetir ciegamente lo que recién había
experimentado? Fui a la cocina pero ya no tenía café. Volví nuevamente al
cuarto, familiarizándome lentamente con las cosas. Apagué la luz y me quedé en
la cama. Tenía frío y a pesar de las frazadas no conseguía entrar en calor. No
podía dormir y me daba vueltas una y otra vez. De allí para adelante la noche
se hizo interminable.
Viernes.
Sólo cuando amanecía
pude dormir algo. El resto del día ha sido viento y lluvia. He mordisqueado un
par de ayer, eché agua caliente al tarro de nescafé y lo he paladeado al borde
del asco. Hace poco rato encendí la luz. Ya es de noche. Estoy cansado, pero me
cansa menos escribir que esperar tirado en la cama, dando vueltas, inútilmente.
Y me he encontrado pensando en cosas desagradables; en escribir una historia,
recordando con ira, cosas así. Tal vez ahora sí podría escribir. Sería un
desahogo. Las inútiles confesiones de un hombre solo en una noche mientras
llueve.
El amor… el amor es
algo maravilloso, nos transforma y nos da fuerzas para enfrentar las cosas más
difíciles. Es una manera de decir. Hay otra: nos pone torpes, más estúpidos que
de costumbre y nos hace ver cosas que no existen, dudar de las que son obvias y
a la postre, para hacer perdurar esa fantasía, somos capaces de dejarnos
arrastrar por la bajezas más increíbles. Que nos torna egoístas y nos hace
representar papeles grotescos es también una verdad que no necesita mayor
cuestionamiento. Cuando a veces me asaltan las dudas sobre esta última afirmación,
recobro la lucidez con un certero argumento: me miro a mí mismo. Podría pasarme
el resto de la noche escribiendo sobre esto. Pero el amor no es algo que nos
visite a menudo. Se nos da en la ida una o dos veces a lo sumo. Un filósofo
diría que hay un poco de cada cosa. Yo no soy un filósofo. Soy un hombre solo
en una habitación cualquiera y maloliente. Tampoco deseo convencer a nadie. Me
importa un carajo lo que piensen. Puedo escribir, rabiar y maldecir todo lo que
quiera. Sobre lo más honorable primero. Sobre el amor a continuación y
viceversa. Es de noche, y estoy solo frente a ella, no hago más que practicar
un arte milenario: espero. Un perro aúlla, alarga su hocico que irrumpe el
silencio más profundo de la noche, horadando la oscuridad, y me quedo unos
segundos así, dejándome llevar por pensamientos que vienen desde lejos. Puedo
elegir lo más hermosas y despreciar el resto. Las imágenes se funden,
entrecortadas como las escenas de una vieja película que miro desde el balcón
de algún cine de provincia. Pienso en Nina. Tenía dieciocho años. Casi todos
teníamos dieciocho años en aquellos días. Comenzaba la década del setenta y
entrábamos al Pedagógico de Macul, donde parecía acrisolarse el entusiasmo de
la época, el sueño revolucionario de cambiar el mundo. Era un entusiasmo
alegre, ruidoso y atrevido, pero yo, aunque no lo quería, muy poco tenía que
ver con él. Con naturalidad se miraba con cierta esperanza, un poco confiados,
con ojos alucinados mirando el futuro. Había una suerte de desvarío, un impulso
optimista de vaciarse hacia fuera, hacia un destino colectivo. Conversábamos
sobre el Che Guevara, la revolución de mayo en París, de Marcuse, Neruda, de
Allende y la Unidad Popular que recién llegaba al poder. Por ahí, en esos días,
conocí a Nina. Nina era decididamente hermosa, imposible no reparar en ella.
Desde el primer momento que la vi me importó más que todo el entusiasmo de la
época. Es curioso que costara tanto entenderlo en aquellos días. Incluso, Nina
cuando más tarde lo supo le costó aceptarlo. Era inteligente, impetuosa como
todos, pero su inconformismo, su constante rebeldía manaban de ella como un
aire salvaje y puro. Estudiaba Filosofía, y con sus inseparables jeans, sus
gestos desgarbados, era casi seguro encontrarla en el centro de algún grupo que
discutía de política o filosofía. Pero para acercarme a Nina tuve que hacer un
largo rodeo. La primera cercanía ocurrió a fines del primer año, durante una
huelga que hubo en la Escuela. En realidad cierta confusa intransigencia del
Decano y la división del centro de alumnos suscitó el movimiento que tenía por
objeto la reforma de los planes de estudios, pero que en un par de días
abandonó su carácter esencialmente académico y, con la ayuda de alumnos de
otras Facultades, se transformó en una especie de manifiesto de las inquietudes
del momento y que culminó con la toma de la Escuela. Entre estos otros alumnos
estaba Nina, ayudando a los dirigentes, colocando carteles. Como tiempo atrás
ocurrió en el Departamento de Filosofía, las murallas de las salas de clases se
habían llenado de frases atrevidas y desconcertantes, en una híbrida mezcla de
poesía, ironía y política. “Atrévete, el sueño es realidad”, “No soy marxista,
soy ateo”, “Paren el mundo que me quiero bajar”, “Proletarios del mundo uníos, necesitamos
un mercado mundial. Declaración conjunta: Mao, Nixon y Brezhnev”, “Cuando los
trabajadores tenían un mundo que ganar… Ahí ya los estaba esperando Stalin”,
son algunas de las frases que recuerdo y que aparecían en letreros y murallas.
Se respiraba en la Escuela un aire alegre y espontáneo de camaradería. En la
sala principal estaba reunidos mis compañeros de curso conversando, sentados en
los bancos o en el piso, con las espaldas apoyadas en la muralla. Me hicieron
señas para que me acercara.
A pesar de no ser muy
sociable y de acudir poco a clases, gozaba de cierta extraña popularidad entre
mis compañeros. Tal vez porque no me metía con nadie y era hasta poco afable
con ellos. No lo sé, pero no era precisamente por virtuoso; al contrario, se
decía que era un tanto anarco, indisciplinado, escéptico y un poco cínico, que
no me tomaba nada en serio. Yo con natural simplesa había elaborado mi propio
horario de actividades y como sólo había algunas clases que me interesaban, el
resto del tiempo lo repartía entre la biblioteca ––tenía la maldita idea de que
allí encontraría algo–– y “Los Cisnes”, al frente del Pedagógico tomando unas
cervezas. Estas aficiones, mi persistencia en andar siempre solo, unido a la
circunstancia de que muchas veces se me veía caminando de noche, o metido en
algún oscuro bar ––hasta que se rumoreó que una vez muy borracho alguien me vio
tratando de conversar con un viejo y ruinoso auto ––y que no obstante esa
deplorable conducto obtuviera buenas calificaciones, quizás pudieron ser la
oscura causa de mi fama.
Eso de las buenas
calificaciones cuesta entenderlo pues, desde niño, mi padre siempre decía que
yo era un imbécil, que cómo era posible haber tenido un hijo tan tonto. Sacaba
del armario un roñoso libro gris de no sé qué autores, se llamaba Ayuda
Memoria, creo, y le daba con las tablas de multiplicar. “Cantándolas” me decía
para que las repitiera. Pronto se cansó, tal vez porque yo era mucho más terco
o burro que él. Ya no quiso perder más el tiempo, y a veces sentenciaba mirándome
con decepción, con una odiosa lástima: “Este nunca va a ser nada en la vida. Es
un pobre cretino”. Por esa época comenzó a embriagarse y no terminó de hacerlo
hasta que reventó. Eso ocurrió muchos años después, pero entonces éramos un
poco amigos y hasta conversábamos de cuando en cuando.
Pero si en el curso
tenía simpatías, en el Pensionado donde vivía no gozaba de ninguna. Mi actitud
política, rayana casi en una aparente indiferencia, no se avenía con el
espíritu universitario que se suponía uno debía tener en el momento histórico
que vivíamos. Mi conducta era cosa grave, sobre todo era grosera para con el
espíritu colectivo, señalaban cuando yo, para aumentar más el desagrado
general, con morboso placer, desobedecía las instrucciones que impartía el comité
de disciplina. Esta situación de algún modo se reflejó el día del a huelga.
Luego de haber visto dónde estaba Nina, me aproximé al grupo y me senté junto a
unos compañeros, y mientras ella conversaba, aproveché para observarla con
demoroso placer. No escuchaba bien lo que decía, pero miraba su cuerpo, sus
finas facciones, sus lentes y sus largas manos. Todo su cuerpo, su armoniosa
figura eran endemoniadamente excitantes y yo sentía que me recorría una
maravillosa mezcla de calor y deseo. En algún instante Nina advirtió mi mirada,
sonrió un poco divertida y luego continuó sin darme la más mínima importancia.
No tuve tiempo de pensar porque en eso ingresó el Decano de la Escuela
acompañado de algunos dirigentes estudiantiles que se habían opuesto a la huelga.
Era un hombre flaco con un exquisito mal gusto para vestir, y uno se percataba
de su presencia, aun de lejos, porque siempre usaba un característico perfume
Flaño que se olía a metros de distancia. Se instaló frente a la mesa. Un
silencio se produjo con su llegada. Nos miró e intentó sonreír y no se le
ocurrió nada mejor que decir:
––¿Qué es esto?... ¿Se
trata acaso de un movimiento anarquista o surrealista?
Fue evidente que hacía
esfuerzos considerables para ser simpático. Hubo algunas sonrisas pero nadie
respondió. La mayoría, sí, permanecimos en silencio, impasibles, sin sonreír,
como expresando con cierto decoro que el chiste, tal vez por ser muy abstracto
no se entendía. La situación se hizo engorrosa, y entonces con la impertinencia
acostumbrada, intervino Toro, que vivía en el Pensionado y era uno de los
dirigentes que se oponía a la huelga. Con voz calmada y solemne, denotando esa
odiosa confianza que exhibía en el comité de disciplina, dijo:
––Compañeros. El país
está viviendo un proceso revolucionario y todos podemos ver cómo la intensidad
de los cambios está debilitando vigorosamente los cimientos de las estructuras
burguesas. El Pueblo sabe lo que quiere, el Pueblo es una sola voz que pide
revolución. Por eso la oligarquía, los grandes capitales, quieren aplastarla.
Tratan de paralizarla cueste lo que cueste. Dentro de este marco debemos
comprender que esta huelga, como cualquier otra que ocurra en la Universidad,
sólo le hace el juego a las fuerzas reaccionarias que buscan el caos y la
paralización del país. ¡No debemos permitirlo, compañeros!
Se quedó un momento en
silencio. Dirigió la vista fugazmente hacia los carteles. Yo conocía a Toro,
cada vez que se opinaba en sentido contrario a lo que decía el partido ––yo lo
hacía continuamente para irritarlo–– movía la boca con cierto desprecio y te
lanzaba que eras un burgués, o que le hacías el juego a la reacción. Con esta
fórmula barajaba tempestades y murmullos de hormigas. ¡Pobre tipo! Busqué su
mirada y le sonreí con lástima. Hizo como que no me vio y señalando los
carteles ––era una soberbia actuación–– movió con ostensible desaprobación la
cabeza.
––Quisiera entenderlos,
compañeros ––agregó––, pero después de leer estos pintorescos letreros, creo
honestamente que Uds. No saben lo que quieren.
En el fondo lo que le
molestó fueron algunas frases que se burlaban en exceso del optimismo
revolucionario. Sobre los planes de estudio no dijo palabra alguna. Al dejar de
hablar hubo un exasperante silencio, sobre todo porque sus últimas palabras
dejaron como flotando en el aire un no sé qué de irritante pedantería. Entonces
coloqué el cigarro en la comisura de los labios y con expresión cínica, me puse
de pie y acto seguido aplaudí con las manos espaciando burlonamente cada
aplauso, a la par que decía:
––¡Bravo! ¡Bravo!
Surgieron risas a las
que luego se agregaron similares aplausos al mío. Toro enrojeció, pero sin
perder la compostura me increpó:
––¡Tú eres un
insolente! ¡Te conozco bien, compañero!
Pero las cosas no
pararon más allá. Después de un aburrido debate, se acordó poner término a la
huelga designándole una comisión que se abocaría especialmente a estudiar los
puntos conflictivos. Hastiado, me retiré sin ver a Nina. Al reanudarse las
clases en marzo, después de las vacaciones, los cuatro alumnos integrantes de
la comisión continuaron con sus reuniones y, al poco tiempo, fueron nombrados
ayudantes de la cátedra y pronto ya nadie se acordó más del asunto. Como
resultado de esto Toro me sacó el saludo para siempre y mi situación con el
Pensionado se tornó más desagradable, pero ya no me importó, porque a comienzos
de ese nuevo año conocí a Nina.
¿Qué importancia puede
tener todo esto?, pensé hace un rato y dejé de golpe de escribir. Qué
sensiblero suena eso de que ya no me importó porque a comienzos de ese año…
Además es falso, ¿cómo creer que las cosas pueden cambiar por conocer a
alguien? En vez de hablar de “aquello”, continuaré con lo del Pensionado, es un
poco tedioso pero de repente me hace reír. Es todo lo que me interesa en este
instante. Si conté esto último es para recordar y tratar de entender la causa
de mis constantes problemas con el Pensionado.
Como alumno de
provincia ingresé a uno de los pensionados que había dentro del Pedagógico. Yo
estaba aún bastante “verde” y creo que eso ayudó a que las cosas comenzaran a
ir mal desde un principio, desde la entrevista misma que tuve que sostener al
ingresar La directiva del Pensionado tradicionalmente era formada por
comunistas, y prácticamente todos los residentes eran de esa colectividad o
simpatizantes. Lo primero que me llamó la atención fue el grado de organización
y disciplina que allí imperaba. El compañero Toro integraba la comisión que me
entrevistó y además de él, había dos alumnos de cursos superiores y una tercera
persona de más edad ––después supe que se llama Víctor y hacía poco que se
había recibido de psicólogo–– que durante la conversación se limitó a observar
manteniendo cierta distancia. No recuerdo bien los detalles, pero al parecer
algo de mi atuendo le molestó. Sólo al final me enteré qué era aquello que
suscitó sus sospechas. Yo tenía el pelo excesivamente largo, que era usual en
aquellos días, y usaba una boina negra y un chaquetón del mismo color que me
llegaba hasta las rodillas. Después de las convencionales preguntas sobre mi origen
y situación familiar, me hicieron otras tendientes a averiguar mi filiación
política. Repuse que en verdad no tenía ninguna, pero que la izquierda me
simpatizaba. Entonces Toro apoyó ambos codos sobre la mesa y se curvó un poco
encima de ellos.
––A ver… explícanos un
poco eso de tener simpatías por la izquierda ––dijo arrugando el entrecejo.
Yo estaba en una silla
frente a ellos. Vi sus rostros serios, excesivamente graves que no cesaban de
observarme esperando una respuesta, y el asunto es que comenzó a causarme risa
la situación, pues, mientras más solemnidad querían darle a la entrevista, con
sus miradas y silencios escrutadores, más artificiosa e infantil me parecía.
Pero la risa se atoraba con mi nerviosismo. Vacilé, no sabía realmente qué
decir y, sobre todo, me impacientaba la actitud del personaje de más edad que
sin haber dicho palabra alguna, me miraba con expresión hosca, de evidente
desagrado. El otro alumno, que fue con el que mejor me llevé más tarde, al ver
mi indecisión, abandonó esa actitud inquisitoria y para darme ánimo sonrió. Con
tono conciliador, explicó que no era obligatorio que yo fuese de izquierda.
Toro con desagrado lo interrumpió. Era necesario saber el modo de pensar de
quienes ingresaban al Pensionado. Es importante saberlo, agregó enérgico, para
luego, con voz fingidamente suave, decir que era preocupación de ellos mantener
cierta actitud homogénea entre todos.
––Es un problema de
armonía, nada más que eso ––explicó con inocencia.
Les volví a decir que
no tenía filiación política. Toro me contestó que eso ya lo había dicho.
––Eso de la izquierda
es lo que nos interesa ––agregó.
Puse entonces ambas
manos en los bolsillos del chaquetón, crucé las rodillas y con parsimonia, un
poco serio, dije:
––Creo que tener
filiación política es algo que requiere una gran madurez y no puede, de ninguna
manera, tomarse con ligereza.
Inmediatamente el
rostro de Toro se relajó comprensivamente.
––Por lo mismo ––proseguí––,
aunque parezca redundante, sólo puedo
decir que tengo simpatías por la izquierda. Además, me parece raro que alguien
que sea joven no desee una revolución socialista dije casi con ingenuidad.
Estuve a punto de agregar que hasta Hitler se decía socialista, pero preferí
callar.
Toro y los dos alumnos
con simpatía movieron afirmativamente la cabeza. Al darme cuento no pude evitar
experimentar una contradictoria mezcla de satisfacción y repugnancia. Lo que
había dicho era más o menos cierto. Pero era falso el manoseo de ciertas
palabras y el tono que había usado, y
más que nada, era grotesco ese ridículo interrogatorio. Sólo Víctor no hizo
gesto alguno ante la perorata que yo dije, y se levantó, se paseó con lentitud
por un lado de la mesa y siempre sin mirarme se acercó hasta la silla donde yo
estaba. Asistido tal vez por el fatuo convencimiento de que todos esperábamos
su intervención, permaneció un rato en silencio y de pronto en forma rápida y
en voz baja me dijo:
––Tú eres de
Concepción, ¿cierto?
Su voz y el aire de
misterio con el que hizo la pregunta los encontré originalmente estúpidos. Hice
entonces como que no lo escuché y con irritante candidez continué mirando hacia
la mesa. Entonces carraspeó y ahora en voz alta volvió a repetirme la misma
pregunta. Gire la cabeza y lo miré.
––Sí ––repuse.
A ratos comencé a
inquietarme, porque no conseguía entender qué importancia podía tener lo de
Concepción. Claro que todavía no conocía a Víctor. Todo lo necio que podía
haber en la especia parecía haberse concentrado en su cabeza. Cuando más tarde
supe que era psicólogo, comprendí: nunca he visto uno cuerdo. Por aquel tiempo
Víctor padecía la obsesión de vivir siempre al acecho, creyendo ver todo tipo
de conspiraciones y maniobras ocultas. Que tuviese razón o no razón ––ese no
era el punto––, él siempre creía encontrar algo.
––Estudiaste un año en
la Universidad de Concepción? ––me preguntó a continuación.
––Sí ––dije.
––Allí no es donde
nació el MIR…, esos muchachitos que se creen el Che Guevara, cierto?
En ese instante comencé
a entender sus sospechas. La pugna ideológica entre el MIR y los comunistas se
había acrecentado en los últimos tiempos. Ambos se acusaban de dogmáticos, pero
el MIR decía que los comunistas eran con Moscú, igual a como eran los católicos
con el Papa, y que nada bueno podía esperarse de simples reformistas que le
hacían el juego al sistema. Por su parte éstos argumentaban que el MIR deliraba
con Cuba y la guerrilla. De golpe comprendí que Víctor sospechaba un
infiltramiento clandestino en sus filas del Pensionado. La cosa era para
reírse. Me dieron ganas de decir una broma, pero me contuve, la actitud de
Víctor y sus compañeros me hizo entender que ellos estaban frente a algo
sumamente serio. De hecho me di cuenta con estupor que Toro parecía de pronto haberse
contagiado con la suspicacia de Víctor, y con fugaces parpadeos se entrecruzaban
miradas impregnadas del mejor aire policíaco.
––Sí ––respondí.
Acto seguido Víctor
volvió a pasearse cerca de la mesa, con expresión concentrada me miró desde
allí, luego volvió a acercarse hasta la silla y mirándome de cerca, por encima
de la cabeza, con cierto desdén dijo:
––Dime, ¿por qué usas
esa boina negra, tiene algo que ver con tu simpatía por la izquierda o por el
MIR?
Fue todo tan rápido y
me sentí tan desconcertado que por segundos creí no haber escuchado bien.
––No entiendo lo que
preguntas ––dije.
Sonrió con petulancia,
como si pensara para sus adentros “no te hagas el tonto, ya te pillé”.
––Te pregunto ––insistió––,
¿qué significa esa boina negra?
No sabía qué responder.
Su sagacidad era grotescamente abrumadora. Había hecho tal derroche de inteligencia,
que decirle la verdad, que me gustaba usarla y que no tenía nada que ver con lo
que él pensaba, siempre le parecería algo demasiado simple y que le costaría
creer. Me esforcé en ponerme serio, pero no pude evitar sonreír.
––Encuentras muy
gracioso esto? ––me dijo Víctor
––Sí ––le dije.
––Sólo un poco, no
mucho ––balbucí luego.
––¿Por qué no te
explicas ––dijo entonces mirando a los demás––, si es tan gracioso tal vez nos
riamos todos.
Guardé silencio. La
situación era tan embarazosa que no sabía cómo salir de ella.
––Es por la boina ––dije.
Todos permanecían en
silencio observándome.
––Eso es lo que me
causa risa ––agregué.
Siguieron en silencio.
––Es que no veo ––dije––
cómo convencerlos de que uso la boina para cubrirme la cabeza, y me parece que
las boinas fueron diseñadas precisamente para eso. Ahora, si más que la boina
les interesa saber si soy del MIR, podrían preguntármelo. Ahora bien, si nos
ponemos de acuerdo sobre este punto, esto es, que la boina misma no tiene la
importancia que en este momento parece tener, podríamos entrar al segundo
punto, y entonces les puedo responder que en realidad no soy del MIR.
Dejé de hablar y los
quedé mirando. Uno de ellos sonrió. Víctor continuó observándome con la misma
expresión de desgano que había tenido en el comienzo. Toro, solemne como de
costumbre, me dijo que “parecía” que había confusión.
––Entendámonos,
compañero ––dijo mirándome.
––Ya ––repuse yo.
––Si Ud. es del MIR,
compañero, está en todo su derecho. Eso es asunto suyo.
Estuve a punto de
preguntarle qué ocurría si no era del MIR, pero el embrollo ya era tan grande
que preferí callar.
––Pero debes saber ––dijo
siempre Toro–– que aquí no queremos problemas, y que existe otro Pensionado,
junto al nuestro, en el que hay gente del MIR, ¿entiendes?
––Sí ––le respondí
desganado.
De esa manera tan
peculiar pasé el examen inicial e ingresé en el Pensionado. Pero esa entrevista
marcó las características y dificultades que siempre tendría allí, con la sola
salvedad que el tono y el ritmo de las torpezas mutuas con el tiempo irían en
aumento. En esto sin duda contribuyó una particular circunstancia personal que,
aun cuando en esos días todavía no había logrado un maduro desarrollo, para
evitar malos entendidos conviene dejar en claro en el acto: debo confesar que
adolezco del grave defecto o virtud ––aún tengo qué es más exacto–– de no creer
en los grupos, en su pretendida espiritualidad, ni menos en sus manías,
tácticas o estrategias. Para evitar que se piense que exagero ––claro está que
yo nunca exagero–– bastaría imaginar lo que cuesta que un solo ser humano pueda
verdaderamente entender a otro, o que esté dispuesto a ayudarlo sin cálculo,
sin pomaditas, sin nada a cambio, como para tener una idea a lo menos cercana
de la ridícula pedantería de los grupos. Todos los que he conocido, no hay
excepciones, tiene el mismo airecito idiota y mesiánico, producto directo de
creerse iluminados frente al resto de los pobres mortales. Es cierto que en el
Pensionado, como en otros lugares, he conocido gente honesta, con capacidad de
entrega y de sentimientos verdaderamente excepcionales. Pero como he dicho,
eran seres tan excepcionales que sólo confirmaban y hacían más patente la
estupidez general. Dije en un comienzo que contaría esto pues, aunque era un
poco tedioso, a ratos me hacía reír. Pues bien, hace bastante ya que el tema
sólo me aburre, de modo que continuaré en lo que estaba cuando decía “ya no me
importó porque ese año conocí a Nina”.
Jaime Riveros
La Espera (Adiós a Todo Eso) - 1988
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