La Espera (Adiós a Todo Eso) - Fragmento II






II


Ya dije que Claudia llega el sábado. Pues bien, ese sábado no es cualquier otro día. Ese día cumpliré treinta y cuatro años. Ni uno más ni uno menos. Es natural que tienda a olvidarme de una fecha como ésa, de manera que al darme cuenta de esa involuntaria coincidencia, sentí como un golpe de luz en el rostro, me sentía agitado, alegre casi, nervioso: estaba en el umbral de algo nuevo. Mis pensamientos otra vez picaban, como peces voraces, dando vueltas. “Pude haber escrito mucho antes, o cualquier otro día o nunca”, pensé. Ciertamente no fue una coincidencia buscada por mí. Pues desde ya, sin poseer una mente particularmente brillante, cualquiera puede advertir que nadie elige nacer y, claro está, menos un día y hora determinados. Ahora, que Claudia llegase ese día y no otro, tenía que significar algo. Me resisto a creer que todo pudiese ser tan estúpido. Incluso hasta la hora de mi nacimiento era reveladora. Sé que antiguas doctrinas le otorgan a este hecho una importancia que tal vez para muchos es desmesurada. Claudia llega en el nocturno de las once; yo nací cerca de medianoche. De pronto he pensado en mamá. Me pregunto qué habrá sentido aquella noche. Alegría seguramente por salir de una vez del asunto quizá. ¡Ah!, pero estoy cierto que nunca imaginó, que al cabo de treinta años, en una noche semejante, en la misma ciudad de antaño, yo esperaría otra vez ese momento crucial: solo, a oscuras, entumido detrás del ventanal y con una opresiva angustia esperando a Claudia en la estación.





Un rato después

Recién bajé un momento al kiosko de la esquina, compré pan y estuvo a punto de llamar por teléfono a Ema. Pero a esa hora nunca estaba en el diario. Subí. Me aburrí un rato. Miré por la ventana, comprobé que el día continuaba aún despejado y sobre la laguna brillaba sorpresivamente un poco de sol. Tomé otra vez la máquina, puse una hoja y giré el carrete. Pensé que sería bueno esribir que estudié periodismo, que me faltaron sólo unos meses para terminar; pero en todo caso no tiene mayor importancia pues me gano la vida tres veces por semana dando clases particulares. Antes trabajé algún tiempo en el diario; después simplemente no. Aparte de los encuentros con Ema, el resto del tiempo, nada. Ahora viene lo bueno: doy clases de Aritmética. Es como para reírse a patadas.

Es curioso que tuviese que ocurrirme a mí. Cuesta creerlo, yo, que siempre odié los números, tener que hacer clases de eso. De chico, mi padre me decía el “cuatrero”, ya que en Aritmética, pese a sus lecciones y a su absoluta incapacidad de paciencia, nunca pude subir del cuatro. Bueno, no quiero hablar de la infancia y, como dije, sólo contaré lo que desee. Las clases son para el nieto de doña María, mi antigua casera que tiene un puesto de verduras en el Mercado. Desde que su hijo tuvo que irse al exilio, su familia se reduce a ese nieto y a su marido. El muchachito tiene trece años pero está enclavado en segundo básico. “Algo tiene en la cabeza”, sentencia ella, y se pone un poco triste. Luego se recobra y dice lo de siempre:  “Es que no Salió como su padre. Estaba a punto de recibirse de médico… bueno, Ud. Sabe, se le metió lo de la política”. El chico, un pelirrojo pecoso, muchas veces me queda mirando con la boca entreabierta, un hilillo de saliva se le escurre, y yo siento como si una dolorosa luz quisiera reflejarse en su mirada. Avanza poco, casi nada, pero doña María lo adora. Siempre me paga regularmente y más de lo acordado. No es mucho, pero me sirve de algo y me entretiene. Lo más interesante son los encuentros con el marido. “Es un viejo infeliz”, dice ella. Pero el viejo me agrada, y con toda su ignorancia admito que tiene una mañosa sabiduría. La mayoría de las ocasiones anda bebido, a no poder más, y es entonces cuando esa cualidad sale a flote. Sabe con certeza los días y horas en que voy a su casa. Y ahí está casi siempre esperándome a la entrada del edificio. Al verme se endereza y trata de mantener el equilibrio apoyándose en el marco de la puerta; la cara congestionada, los ojos brillantes como pescado, aprontándose para realizar su actuación que constantemente es la misma: hace que no me ve. Es inútil saludarlo, aun cuando sé que me observa, se las arregla para no verme. Me he tenido que convencer que en ese instante realmente no me ve. Pero cuando me adentro por el pasillo, y estoy por subir los primeros peldaños de la escalera, comienzo a escuchar su lengua traposa que farfulla en voz alta: “Universitarios, periodistas, profesionales, son puras mierdas”. De tanto en tanto, se permite algunas variaciones y dice: “Para qué  estudian; conozco ingenieros y profesores cesantes, son puras mierdas”. Nunca dice más que eso. Lo sé porque algua vez me he detenido en la mitad de la escalera para saber lo que viene después. Deja de hablar, se sienta en la entrada, hipea, rara vez canturrea y casi siempre solloza un poco. Cuando termino la hora de clases y bajo, ya nunca está allí. Escenas como éstas se repiten a menudo. Pero cuando está bueno y sano, como se dice, me saluda avergonzado y apenas me ve desaparece como por encanto. Según su mujer  ––me hace algunas confidencias que escucho con imperturbable silencio––, antes no era así. Estas conversaciones se dan cuando no puedo negarme a aceptar un café. “Hace frío, no le va a hacer mal”, dice. Doña María es una mujer bondadosa, llena de vida, se le ve en los ojos, en esa resignación que nunca llega. “Antes no tomaba, ¿sabe?”. Asiento con la cabeza, como si escuchase, intentando sonreír. Sé lo que me dirá, me lo ha contado en infinidad de ocasiones. “Se le metió en la cabeza que la Universidad echó a perder a nuestro hijo. Dice que debió haberse quedado trabajando en el Mercado en vez de ir a la Universidad, que habría sido mejor”. En su ignorancia no sabe lo que dice, ¿no cree Ud.?”. Afortunadamente, le gusta hablar y no para de hacerlo y esto me permite terminar el café sin haber pronunciado palabra. Me levanto de la mesa, le doy las gracias, y ella termina la conversación con las consabidas palabras: “Es un pobre viejo infeliz”.

Pienso que para pasar del Periodismo a las clases de Aritmética, hay un salto, una grotesca pirueta que no requiere mayor imaginación. A mí me sucedió casi naturalmente. Es cierto que desde que salí del periódico, la situación se me ha hecho insostenible. Pero me gusta decir: salí del periódico. Suena límpido, enérgico, hasta un poco rebelde. Es como si el hecho hubiese dependido enteramente de mí. Me dan ganas de guardar silencio sobre esto, no escribir nada, como para que se piense que me convertí en un ser peligroso por mis audaces reportajes denunciando algún chanchullo nacional o la detención o muerte de opositores al gobierno. Pero nada de eso. Cuando acontecía algo así, a lo más me daba catarro o me entregaba a una dulce y cínica borrachera que partía en el “Nuria”, siguiendo luego en el “Castillo”, hasta terminar en cualquier otro sucio bar. Decir esto evidencia una de esas raras cualidades que poseo: casi siempre digo la verdad. Lo cual, naturalmente, no es una virtud saludable de la que puedo uno enorgullecerse. La mayoría de las veces es una desgracia. O, en el mejor de los casos, una estupidez. No sé si alguien lo dijo o se me ocurrió en este instante. Tampoco interesa mucho. Pero estaba en lo del periódico, en ese automatismo de hacer reportajes, maquillar entrevistas, ignorar las noticias del teletipo que llegaban desde el exterior sobre lo que ocurriría aquí, escribir mucho en la vieja máquina y no decir realmente nada. ¿Por qué abandoné el periódico? Insisto, ¿por qué lo abandoné? Es simple: cada vez cumplía menos los horarios, me demoraba en entregar los reportajes y, ese día, el jefe mismo de sección, como no podía encontrarme, se vio en la inevitable necesidad de comunicarme el despido con algunas horas de retraso. Con el pretexto de una entrevista que no hice, estuve casi toda la tarde en un café, regresé al diario más tarde de lo previsto. Deben haber sido las seis o las siente porque ya había oscurecido. El despido no me sorprendió. Me enteré que no era el único. No era algo novedoso, en cualquier momento el conocido argumento de “necesidades de la empresa”, era empleado sin falsos escrúpulos en colegios y en cualquier otro lugar. Era perfectamente legal, lícito de acuerdo al momento. Tan justo que ni los periódicos decían nada. Recuerdo que salí al pasillo del segundo piso y me dirigí al archivo a ver a Pablo. Al entrar supe que ya sabía lo ocurrido; el pobre, tenía tal expresión que ahorraba cualquier comentario. Miré las hileras del archivo y después de un silencio, un poco abstraído, atisbé por la ventana. Hacía días que llovía, desganadamente, sin prisa, casi tediosamente.

––Llueve como el demonio ––dije, más que nada por decir algo.

Pablo se acercó y creyó necesario confesarme que lo sentía.

––Lo sé ––respondí.

Pablo realmente me conmueve, aun perdura en él eso que denomina “solidaridad”. Al percibir su agobio, me sentí un fraude. Me propuso que nos viéramos más tarde en el “Nuria”. Le contesté: sí. Luego fui a mi escritorio, bajé los cajones, recogí algunos libros y notas, y uno que otro artículo ya amarillento por los años. Recuerdo especialmente uno que tuve un momento en mis manos: “La imaginación al poder: mayo del 68”. Y sonreí sin ganas, con un poco de asco tal vez. Dejé la nota en el cajón, iré la máquina de escribir, las paredes, la ampolleta colgando en el centro y salí sin despedirme de nadie. Iba bajando la escalera cuando me encontré con Ema. Me detuvo, me tomó del brazo.

––Lo siento ––dijo con un tono casi maternal.

––Yo también lo siento ––le contesté.

Pero lo dije porque no sabía qué decir.

Nos quedamos un instante en silencio

Me preguntó si nos veríamos.

––Sí ––le dije.

Nos quedamos otra vez en silencio, la situación era levemente embarazosa. Volví a experimentar el mismo sentimiento de fraude que había sentido antes. Finalmente, para terminar de una vez, me despedí diciéndole que la llamaría dentro de la semana.

––¿No te olvidarás? ––me preguntó con esa voz apagada, que conozco bastante bien.

––No ––fue mi lacónica respuesta.

Di un par de vueltas por el centro, tomé el bus y me vine al departamento. Allí permanecí, fumé un poco y miré por la ventana. Estaba oscuro y, bajo el farol de la calle, pude ver la lluvia, el barro y una rata que trataba de escurrirse hacia el depósito de basura. Me tomé una cerveza y volví a salir.

Al llegar al “Nuria”, desde la puerta entreabierta, en el fondo del local vi a Pablo. Dudé un momento y entré. El lugar estaba atestado de gente, de humo, de ruido. Bebimos en silencio unas cervezas, como si no hubiera ocurrido nada, como otros días. Me comenzaron a doler los ojos, por cansancio, por el aire enrarecido. Al poco rato después de unas cervezas, ya todo parecía distinto y Pablo empezó a recordar anécdotas del Pedagógico, cosas de hacía diez o más años atrás. Cuando tuve que dejar de estudiar ––una suspensión que luego se transformó en definitiva––, Pablo hacía un año que había egresado del Pedagógico. Como no era muy conocido y aún no trabajaba en el diario, eso lo salvó. Más tarde, con su ayuda ingresé como corrector de pruebas y me fui quedando. Y claro, esa noche me habló de Nina y de otros compañeros. Se le salió el tema sin darse cuenta, siempre tenía cuidado de no hablarme de ella. Guardé silencio, como otras veces no quería pensar en Nina. Los ojos me seguían picando.

––¡Qué efervescencia era aquello! ––dijo con entusiasmo. Y a continuación agregó, sin alegría, una frase memorable:

––Pensar que estuvimos a punto de cambiar el país.

Sonreí, y seguí en silencio, largo rato mirando el vaso de cerveza. El uso del plural me causó risa, que me incluyera, digo. Antes le hacía bromas, después ya no. Pero Pablo padecía del peor mal que le puede afectar a alguien que se dice materialista: se volvió idealista. Desde siempre del setenta y tres y hasta cinco años después, ocurriese lo que ocurriese, con fervor casi religioso escuchaba radio Moscú. Al día siguiente en el diario ––había que cuidarse de no ser oído––, miraba hacia los lados y en voz baja me informaba: “Es cuestión de tiempo, la Resistencia Chilena es cada vez más fuerte”. Y también: “Muchos militares ya han despertado, las violaciones de los derechos, las torturas son tan evidentes que no hallan cómo terminar esto”. O si no “El apoyo internacional del bloque socialista es unánime, es cuestión de organización interior, no está en la naturaleza de nuestro pueblo soportar una dictadura”. Pablo es realmente un idealista, nunca se ha dado por vencido, es disciplinado y terco, tal vez por eso lo estimo. Tiene la cabeza dura como una roca. Yo no le contestaba. No lo podía evitar y a veces le sonreía, con ironía, un poco amargo, no mucho. Sólo una vez se molestó por mis bromas. Me dijo: “Lo que sucede contigo es que no crees en nada, estás peor que en el Pedagógico”. No le respondí. Ya no tenía ni razón ni deseos para enfadarme. Tal vez me reí, no recuerdo. Pero en el último tiempo, y esa noche de invierno, ya casi no me hacía comentarios. Él sabía que primero me había dicho que las esperanzas contra la dictadura estaban en el General Prats, exiliado en Buenos Aires; luego en el “hermano Bernardo Leighton”. Asesinado el primero, inválido por un atentado el segundo, toda esa fantasía era asunto terminado. El tema de ese instante era el llamado al diálogo de Fresno, el nuevo Cardenal, y de un plebiscito que el Gobierno había dispuesto para cuatro años más. Yo sentía que Pablo volvía a creer.

––Por lo menos es algo ––dijo de pronto, como si yo le hubiese preguntado.

Pero el tiempo pasaba. Sin darme cuenta el “Nuria” se había ido desocupando. Ya no había toque de queda pero era tarde. Se apagaron algunas luces, retiraban las mesas y colocaban sillas encima y de pronto comenzaron a baldear el piso. Hacía rato que éramos los únicos que estábamos allí, sin decir nada, fumando, bebiendo a sorbos cortos, mirando los vasos.

––Barrieron con todos nosotros ––murmuraba a veces Pablo.

Estábamos un poco borrachos. Pasó otro rato. Observé a Pablo que, después de recordar la última vez que había visto a Nina y a algunos compañeros, se había quedado en silencio, mirando el vacío y la espuma que corría por el piso, como si una estúpida esperanza pudiese traerle desde allí todos esos seres que no estaban más, algunos que quizás nunca más veríamos. Salimos. Las calles estaban desiertas, los semáforos seguían funcionando, cambiando de color, y sólo la lluvia, tupida y pequeña, lo ocupaba todo. Subimos por Barros Arana. En el pasaje Cervantes, en el fondo y bajo el alero, había unos pelusas tirados en el suelo, arropados con cartones. Al llegar a la Plaza de los Tribunales, un vehículo de Carabineros, con unos militares adentro, avanzó por Barros. Pasó lentamente pero no se detuvo. Dejé a Pablo en Paicaví, cerca de su casa, y regresé hasta Tucapel. Mientras buscaba un taxi, pensé que después de todo el día había terminado y que mañana podría levantarme tarde.







Unos meses después Pablo fue detenido. Acompañé a Ester, su mujer, al Colegio de Abogados y hablé con conocidos. Ester no mostró flaqueza un solo instante. Ni siquiera esa mañana cuando bajaron a Pablo esposado. Sabíamos que lo pasarían a Fiscalía Militar, así es que estábamos esperando en calle Colo Colo. Cuando abrieron la lona del Jeep, el abogado nos dijo: “hay que esperar”. La espera duró cerca de un mes y finalmente quedó en libertad sin cargos. Supe, al salir, luego de conversar un poco, que no debía preguntarle nada y él me lo agradeció en silencio. Pensé en Nina. Pero sin trabajo, Pablo tuvo que irse a Santiago. No he sabido más de él. Aunque alguien me dijo que estaría en Venezuela, con Ester y los niños. ¿Por qué nunca me habrá escrito? Me pregunto si pude haber hecho algo más por él. Me pregunto si mi pregunta tiene algún sentido ya.




Jaime Riveros
La Espera (Adiós a Todo Eso) - 1988



0 comentarios:

Publicar un comentario

 

Blogger news

Blogroll

About