Por Juan Mihovilovich
Todo en ti fue naufragio.
Autor: Jaime
Riveros
Novela, 116
páginas. Editorial Cuarto Propio, 2006.
Se podría partir diciendo: "todo en ti fue
pérdida grande, desgracia o desastre." Y, con algún dejo de ironía, como
queriendo emular el sarcástico desencanto de un personaje que se nos torna,
aparentemente dubitativo en su ironía, agregar, como escueto silogismo,
"por tanto, el naufragio es común." Y así, de un modo sucinto al
extremo, concluir que se está en presencia de una novela de amor cuyo desenlace
implica asumir, desde ya, el título como destino irreversible.
Pero, ¿es esta exclusivamente una novela de amor? ¿Se trata sólo de una
relación de pareja donde los desencuentros existenciales constituyen el hilo de
una trama argumental conocida? ¿No será que tal historia, suponiendo que lo
sea, es el vínculo aparente, el pretexto apenas, que nos engarza con una
realidad metafísica, discretamente oculta, aciaga y dolorosa?
El personaje central, narrador en primera persona, se funde y con-funde con el
novelista quien interactúa de modo permanente con aquél, haciendo de la
narración un proceso en el que se incursiona, con más dudas que certezas, por
el entramado oscuro y vago de un destino a cada instante huidizo. Ese destino,
que se esmera en capturar, trae en este caso la presencia de una dualidad
femenina que pareciera casual, que pareciera tener un correlato en la
coexistencia de terceros personajes que insinúan la idea de una repetición -o
reiteración- en tiempos y espacios distintos, y que sin embargo podrían estar
ocurriendo perfectamente en la angustiosa desesperanza del protagonista.
Pero, a su pesar -o del nuestro- las historias que se entrelazan configurando
esa puesta en escena de escenarios análogos, son precisamente, de una
confluencia inquietante: aquél individuo solitario que pervive en la conciencia
o inconciencia de su propio mundo llama en silencio y su mudo llamado se
convierte en un clamor a dos voces: Alexandra surge en su vida con la equívoca
certidumbre de estar cumpliendo y asumiendo un rito preestablecido.
Alexandra, poeta que se desliza como un hada subrepticia hacia el encuentro del
personaje-novelista, da la impresión -o quiere dárnosla, al menos- de tener en
sus manos -o en su mente o en su corazón o en sus medrosas pesadillas - el hilo
conductor que hace del entramado "algo" posible de ser dilucidado.
Pero, ella -Alexandra- se juzga también como un señuelo de sí misma.
"Ella" es o representa, en cierta forma, una clave para ambos: la
existencia humana nunca es lineal, plana, predecible. Y menos ha de serlo el
mundo interior de quienes conllevan el peso de una sensibilidad extrema
-personajes mutuos e imprescindibles- que los hace "mirarse" a los
ojos luego de sucumbir ante un encuentro "programado" por esas
fuerzas ignoradas que suelen manejar el feble o enfermizo transito de hombres y
mujeres en busca de una verdad no tan precaria.
En ese "encuentro" los detalles, que hacen del todo un trayecto
titubeante, van marcando el desarrollo de la historia: una mirada fugaz e
intensa diez años antes pasa, en apariencia, inadvertida para el protagonista.
Es la mirada de Alexandra que lo ha "sentenciado" a reconocerla
-condena que la incluye de modo implícito.- En ese reconocimiento el detalle es
la anterior novela del protagonista -rara y evocadora premonición: su título
fue La Espera- a cuya presentación ella acude como un aviso. Luego, el
encuentro físico, las vicisitudes de las vidas particulares, los terceros que
"obstruyen" la relación y que coadyuvan a que los sentimientos y
reflexiones del protagonista deambulen por un pasado que reaparece como una
calcomanía, o mejor, como una invisible huella digital adherida a sus sentidos
y que sacude a cada instante su conciencia. Él intuye que esa "otra"
mujer que alguna vez amó en un pasado vigente en su memoria es un símil de
Alexandra. O a la inversa: que Alexandra es el signo ineludible que cierra un
círculo hasta allí inconcluso.
Pero, ¿desde dónde emerge Alexandra? ¿Es acaso la prolongación física solamente
de una historia antes vivida? Y él, sujeto de sí como al borde un acantilado,
¿es el mismo individuo que aparece y reaparece en los sueños de aquella
ordenándole "escribir" la historia que materialmente ambos deberán
concluir? ¿Y qué es lo que han empezado si es que algo empezaron? ¿No será que
en el ambiguo universo de los sueños, el espacio onírico de Alexandra es el
auténtico y el que les ha tocado ahora descubrir sea una reproducción velada de
lo ya resuelto en los arcanos designios de una cosmogonía, paradójicamente
cierta e inaprensible?
No obstante, la relación hombre-mujer existe, está ahí, nos interpela, nos
exige recorrer su sinuosidad como si asistiéramos a un drama que "está
ocurriendo," que nos abre puertas, que nos cierra otras, que nos asfixia,
que nos da pálidos esbozos de luminosidad, que nos advierte, en suma.
¿Qué es lo que nos advierte finalmente?
¿No habrá, quizás, en esta especial novela un espíritu traviesamente acongojado
que deambula con nosotros por los resumidos espacios del novelista y del
personaje?
En ese trayecto -¿Cuál? ¿El del conocimiento físico que hace de la relación
interpersonal un acto de fusión? ¿El del re-conocimiento metafísico que hace de
los tiempos y espacios una realidad multiforme y extrañamente única?- ambos
personajes constituyen una extraña dualidad: son, probablemente, la íntima y
oculta confluencia de un azar que desde lejos y para siempre ha venido
atravesando la noche de los tiempos.
Qué importa si las pistas entregadas por el novelista sean equívocas. O mejor
dicho, qué gratificante que tales señuelos sean apenas eso: errantes esbozos
que su inconsciente se atreve a situar sobre la hoja en blanco para que podamos
recuperar la sed vital, que nos hace permeables al sufrimiento, cercanos al
dolor de existir, imprevisiblemente náufragos de nuestra miserable existencia
cotidiana.
Algo hay más allá de las débiles formas físicas. Esas figuras endebles que
circulan como fantasmas afiebrados de la mente del protagonista, sacan cuentas,
suman y restan, yerran, se equivocan, aciertan de vez en cuando, pero en todo
caso, nos dicen que somos -de alguna extraña forma- el sueño de nosotros mismos
amparados en un triste madero existencial al que nos aferramos con
desesperación tras la huella de "otros."
Algunos le llaman a esa sed vital, necesidad de amor.
Esa, tal vez, sea la única certeza que nos deja esta novela inolvidable,
escrita con precisión y perturbadora profundidad.
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