“Claudia llegará el sábado. Al anochecer la estaré esperando en la estación”, fue lo primero que pensé al despertar, y me sentí raro al experimentar un extraño sentimiento de dicha. Hacía tiempo que no me sucedía algo así. Pero tal vez no ocurra nada o Claudia no venga. No lo sé.
“Te necesito ––escribí––,
te esperaré el sábado en el nocturno de las once”. Después de un año o más,
haberle enviado un simple telegrama a Claudia para que viniese, no dejaba de
ser gracioso. Pero cuánta candidez y torpeza encerraban esas palabras. Debí
haber escrito que la extrañaba, que la deseaba, que quería verla o cualquier
cosa. Pero no, tuve que escribir precisamente algo tan débil y miserable como
ese “te necesito”. Al recordarlo, un sentimiento de oscura humillación me abrumó.
Desde que ayer envié el
telegrama, me he preguntado si este hecho marca el comienzo o el fin de algo.
Externamente, por lo pronto, nada ha cambiado; sólo yo. He perdido el ritmo,
ese tono preciso que evita el desajuste. Me cuesta explicarlo, pero es como si
durante un concierto, en medio de un adagio pianissimo, de pronto el Director
se pusiese a chillar como un demonio. Mi indolencia habitual parece ser la
misma, pero en verdad no es así. Debo confesar que comienzo a sentir miedo. Me
he sorprendido esforzándome en aparentar una naturalidad que estoy muy lejos de
sentir y, lo que es más, tiende a invadirme hasta en cosas mínimas: ya no me es
igual permanecer casi toda la mañana en cama; en la tarde dar vueltas por el
cuarto, fumar uno tras otro cigarrillo; soportar con indiferencia el hedor de
la humedad que desciende como un río turbio desde el techo. No hay duda, algo
ha cambiado. Pero me he encontrado diciéndome que el paisaje que se ofrece a
mis ojos es el mismo: un par de libros tirados por el suelo, algunas colillas,
botellas vacías de cerveza y junto a la ventana, donde a veces miro el paso del
tren o la laguna, una mesa destartalada en la que alguna vez escribí. Lo
curioso es que me he dado cuenta del engaño, pero me he obstinado en la
creencia de que todo sigue igual.
Desde que Claudia se
fue, he reducido mis movimientos en el departamento, limitándome a esta
habitación, al baño y la cocina. Los demás cuartos están cerrados y
abandonados; siempre he pensado que es un espacio inmenso. Pero en las últimas
semana, me sucede que tropiezo a cada instante con las cosas y he caído en
cuenta que el lugar parece que se encoge y siento que me ahogo. De repente ando
como boqueando como un pez contra la arena. Esto me ha suscitado pequeñas
manías y me he dejado llevar por pensamientos absurdos. El edificio en que
estoy es de cuatro pisos, yo vivo en el segundo. En todo este tiempo nunca
discutí con nadie y prácticamente no conozco a los vecinos. “Es más que
suficiente la vida de uno solo ––me he encontrado ahora mascullando––, pero
tener que soportar la de toda esta gente de los pisos superiores, sus
discusiones, sus correrías, sus estúpidas vidas, ya es demasiado”. Toda la
gente grasosa y chillona parece haberse concentrado aquí. Y para colmo los días
viernes y festivos generalmente hay fiestecitas y una bulla de los mil demonios
que no termina hasta muy entrada la mañana. Pero antes, nada de esto me
molestaba, me daba igual, que se hicieran pedazos si querían. Allá ellos.
Incluso, en ocasiones, me divertía cuando algún vecino reclamaba por el ruido y
a medianoche salía al pasillo de la escalera común y profería desde allí
violentas maldiciones. Me reía porque sabía lo que ocurriría después, el
resultado no se hacía espera: aumentaban el volumen da la música o contestaban
a gritos con otras groserías. Ahora, aunque sé que es inútil, me he encontrado
también gritando en el pasillo. Es evidente que algo en mí no está funcionando
como antes. Pero no es miedo físico, de alguien determinado lo que siento. Es
peor que eso, de pronto me he dado cuenta: es miedo a mí mismo. He dejado pasar
mucho tiempo, quizás ya es tarde, debí haber escrito antes.
A pesar de lo desagradable que es vivir aquí, hay un contrasentido en lo que me sucede: rara vez abandono el cuarto. He reparado que abro la ventana, estiro la nariz hacia afuera refrenando el deseo de salir, y finalmente, cuando lo hago, camino un par de cuadras y ya deseo volver. Las más veces sólo salgo por lo de las clases, para comer o comprar cigarrillos. Es cierto que mientras más continúo en el cuarto más parece aumentar mi desaliento, la creciente sensación de que no espero nada. Pero permanecer aquí, evita al menos encontrarme con algún conocido; verdaderamente odio el tener que soportar estúpidas preguntas y comentarios. Más de una vez he tenido que recurrir a torpes malabarismos para hacerles el quite; cruzar apresuradamente una calle o meterme en alguna galería. También me he visto en la imperiosa necesidad de entrar a algún negocio y preguntar por cualquier cosa que no me interesa y que sé perfectamente que no compraré. Y como es de prever, mi desagrado y mal humor han aumentado sorpresivamente mi confusión: he preguntado por cigarrillos en una farmacia o por una aspirina en una librería. Al no escuchar respuesta , he insistido y sólo al ver la cara de desconcierto del que me atiende recién he reparado en que algo anda mal.
Pero ya creo saber qué es lo que me tiene ahora en este estado: es la enorme lentitud con que transcurre el día. ¡Qué día más agobiador, y eso que sólo es jueves! No puedo permanecer así: tengo que trazarme metas, hacer algo.
“El sábado, el sábado” me he repetido varias veces mientras doy vueltas por el cuarto. No tengo dinero, trabajo, ni malditas ganas de nada. ¿Qué puedo hacer? Me pareció haber hecho la pregunta en voz alta y esto me causó larga risa, estruendosa, un poco amarga. Ya casi no me reconozco. ¡Cómo he podido llegar a este estado de no saber qué hacer! Todos los seres que han sido importantes para mí no me reconocerían. Nunca pensé que me pudiera ocurrir esto: simplemente me aburro. Yo, que en la Universidad buscaba y leía como un poseído, que quería escribir novelas, ser periodista. Había tanto por delante. ¡Ah!, podría escribir mucho sobre esto: proyectos, sueños, viajes. Toda una vida, como dicen los idiotas. Y más aún. Pero vamos a los resultados: nunca pude terminar nada. Qué torpe y necio me parece ese tipo que era antes. Actualmente me sucede exactamente lo contrario: me aburro casi todo el tiempo, no escribo y no soporto la lectura. Me limito a dar vueltas por el cuarto, por el baño y la cocina, ambulo de un lado a otro como si esperase encontrar una rejilla, una estúpida salida. Pero hay algo que reconozco, algo primitivo, rabioso aún permanece en mí: es esa nauseabunda sensación de rata que husmea entre la mugre.
Esa frase es buena:
“husmear entre la mugre”. Debí decidir escudriñar pero no me gustó. De pronto
he pensado que mientras espero a Claudia podría ocupar estos días en escribir.
Algo así como narrar todo lo que se me viniese en ganas. Sin orden, método, ni
preocupaciones por el estilo. Insisto: sólo lo que se me venga en gana, quizás
confidencias, chistes malos, porquerías. En suma, escribir sobre mí mismo, pues
a pesar de que tengo precisas ideas sobre los demás, nada me da derecho a meter
mis narices en la ida de los otros. Naturalmente esto no significa que no los
juzgue y los encuentre tan despreciables como yo.
*
Jaime Riveros
La Espera (Adiós a Todo Eso) - (1988)
*
De seguro otra vez va a
llover. Algo de viento comenzó a soplar desde el norte, y la laguna, que
resplandecía tenue, ha ido erizándose como un enorme gato gris. La lluvia
comenzará al anochecer, ya se ve. Me he preguntado, ¿qué he hecho durante este
tiempo? Desde que Claudia me dejó para irse con su marido he continuado
llevando esa misma vida que llevaba antes. Vivo como puedo, sin desdichas
profundas, empujando a veces, trastabillando otras. Me las ingenio para no
molestar mucho y no espero nada. Me limito a estrictamente indispensable:
respiro, fumo bastante y como una vez al día. Pero no soy ningún asceta y generalmente,
lo que ocurre sólo de tanto en tanto, cuando el deseo comienza a hostilizarme
salgo en busca de un teléfono público y llamo a Ema. Fuimos compañeros durante
el tiempo del periódico. A veces leo sus reportajes en la gaceta dominical. Y
aunque escribe de un modo fino y casi poético, al leer sus reportajes,
invariablemente siempre he querido preguntarle cómo se las arregla para
escribir tanta estupidez. Pero invariablemente también siempre me olvido. Creo
que hace un par de meses se casó, pero nunca hablamos de ello. Me parece
natural no hacerlo pues, en fin de cuentas, es algo que sólo le concierne a
ella. Pero en cierto modo finjo ignorar el acontecimiento. Y Ema, sin decir
nada, acepta con naturalidad mi ignorancia. Nunca ha venido a mi habitación;
perdería toda intimidad. Quiero creer que aún me queda algo. Nuestros
encuentros ocurren siempre cerca de la salida de un café y cuando ya ha
oscurecido. En silencio caminamos un par de cuadras hasta llegar al hotel, una
pocilga barata que se encuentra a unas cuadras de la estación y donde alquilan
habitaciones por horas. En ciertas ocasiones, por temor de encontrar algún
conocido, Ema se adelanta una cuadra y yo desde lejos la voy siguiendo,
fumando, mirando con aire distraído, imaginando lo que pronto ocurrirá. A veces
me apresuro por ir más cerca de ella y mirar su figura, esa suave cadencia con
que se mueve su cuerpo. Ema tiene unas hermosas piernas y que inevitablemente
comienzan a inquietarme mientras más me imagino lo que pronto ocurrirá. Cuando
pido las llaves y miro a Ema, a veces no puedo evitar una sonrisa de sólo
observar ese aire de inocencia con el que trata de revestir la situación. Una
vez que tengo la llave en las manos subimos apresurados la escalera. Al llegar
a la habitación pronto entramos de lleno en lo nuestro y, hablándonos sólo lo
indispensable, cada uno trata de sacarle el mejor partido al momento. En la
primera cita, Ema trató de darle cierto tono espiritual o romántico al
encuentro, y no se le ocurrió nada mejor que comenzar a hacerme preguntas para
llenar aquel instante. Yo, sin proponérmelo, debo de haber puesto una cara de
tal aburrimiento que, por fortuna, tuvo como efecto mágico el de evitar para
siempre este tipo de intromisiones y justificaciones ocultas que no venían al caso.
En el fondo, Ema disfruta del aire clandestino de la situación y se deja
arrastrar por ese oscuro deseo de emporcarse un poco. A veces, cuando ya el
clímax llegó a su punto y estando aún yo encima, por delicadeza le pregunto:
“¿Peso mucho?”. Siempre me dice que no, y se queda quieta y yo siento su cuerpo
tibio, humedecido y pegado al mío, hasta que lentamente nuestras respiraciones
comienzan a suavizarse. En tales momentos, para no contemplarme a mí mismo tal
vez, nunca la miro a los ojos y sólo observo su pelo oscuro, limpio y
ensortijado que huele a perfume de limón. A veces todo resulta perfecto y
entonces el deseo vuelve y nos comienza a ascender con un vaivén suave y tibio
y como un río que busca el mar. Pero no siempre ocurre. En silencio nos vestimos
y, cuando yo no tengo dinero, lo que sucede a menudo, Ema abre su cartera y me
pasa para que yo pague la pieza. En el fondo casi somos como amigos, nos
respetamos la vida de cada uno sin posesivas torpezas i ingenuas fidelidades.
Una vez vestidos tratamos de acortar rápidamente la despedida. Ema me da un
ligero beso, toma su cartera y se retira. Y yo me quedo largo rato ahí, a
solas, fumando, mirando las paredes vacías, las sucias tablas del piso,
odiándome un poco tal vez. Pronto pasa una semana o dos y de nuevo la llamo y
el mismo ritual con leves variaciones vuelve a repetirse. Nunca le digo nada de
mí, sólo a veces una sonrisa nostálgica, un poco tonta se me desliza, nada más.
Y después de esas breves interrupciones vuelvo a la vida de siempre. No espero
nada. No pido nada. Hubo quizás un tiempo en el que no pensaba así. Pero ya
casi no lo recuerdo. En esos días algo parecido a una rabiosa felicidad: me
sentía esclarecido y con pasiones y parecía percibir cómo la fuerza de la vida
crecía dentro de mí.
Más de una vez, durante
ese tiempo, he pensado que nadie podría asegurarme que días como aquellos no
volverán. Pero no obstante, si alguien me lo dijese, no le creería. Tan sólo
unos días más iré a la estación, ya no habrá más suposiciones.
Jaime Riveros
La Espera (Adiós a Todo Eso) - (1988)
Estimado escritor, he tenido el agrado de leer algunos fragmentos de su libro, el cual me ha agradado mucho y quisiera leerlo completo pero lamentablemente no he podido conseguirlo en ninguna Librería, pese a variados intentos que he realizado. Usted sería tan amable en decirme en que punto de venta se encuentra su libro "La Espera", deseo adquirirlo para realizar un regalo muy especial, desde ya agradecería una pronta respuesta. Mi correo es xenia1321@hotmail.com
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